Pienso que la experiencia no puede computarse en una mera acumulación de “prueba y error”, pues tendríamos que atender a otros significados que adquieren matices demasiado particulares dependiendo de las circunstancias: ganancia, pérdida, fracaso, etc. La virtud consolidada – como preferiría llamarle a la experiencia – más que una simple sumatoria, se nos presenta como una especie de recurrencia. Vemos que en cada acto existe una coherencia con el carácter individual y que este modo de actuar se replica y se ajusta en diversos tiempos y espacios. Es por esto que la virtud consolidada se expresa de manera estática, como si un individuo traspasara su propia finitud y estableciera lazos compuestos de una materia indivisible para aquellos que la encuentran. La imagen de un ser humano participa de la percepción exterior, pero acaso esta imagen pueda permanecer más o menos fija, pues el hábito de la percepción amenaza con dar por hecho la cosa misma una vez aprendida, pero vuelvo al punto: no es que no exista una variabilidad en el comportamiento humano, pero esa variabilidad se encuentra encapsulada en una recurrencia que adquiere distintos medios para el mismo fin. Creo que de esta necesidad de adquirir la experiencia nacen los mitos: “El mito no es una ficción; el mito consiste en hechos que se repiten constantemente y que siempre pueden ser observados. El mito acontece en el hombre, y los hombres tienen destinos míticos, lo mismo que los héroes griegos”[1]
Los recursos son distintos, pero el deseo prevalece. La manera en que deseamos es el fundamento principal del carácter y la virtud consolidada no puede ser otra cosa que la recurrencia de aquella forma de “desear” las cosas. El orden aparece como un principio mítico, es decir, desear de alguna forma y no de otra, determina nuestro destino. Al cumplir con este destino, somos una pieza más del mito y de la promesa de un orden universal. En todo caso, la manera en que deseamos es también la manera en que pensamos y esto se ofrece a manera de mito.
Hay cierto determinismo en el pensamiento mítico, pues establece una línea de conducta inmutable para cada ser humano. La “libertad” queda en un término secundario en cuanto a la elección de las acciones, pero ¿no ha sido siempre nuestro deseo ese centro absoluto? ¿No permanecen los discursos y las hegemonías por el mismo orden seductor y aparente? Por una parte, creemos que cualquier acción es libre de toda circunstancia exterior, pero buscamos que algo exterior contenga un orden fuera de nuestra responsabilidad, porque sería impensable que un ser humano logre computar todas las posibilidades que se le ofrecen para tomar una decisión. Apunta Schopenhauer:
Como el agua no puede transformarse así más que cuando causas determinantes la llevan de uno u otro de esos estados, de igual modo no puede el hombre hacer lo que cree que está a su mano más que cuando a ello le determinen motivos particulares. Hasta que intervenga una causa, no le es posible ningún acto; pero cuando obran éstas sobre él, debe, lo mismo que el agua, hacer lo que exijan las circunstancias correspondientes a cada caso[2]
La responsabilidad de la libertad no es el “hacerse cargo de las consecuencias de los actos” sino el “actuar en coherencia con el carácter y las circunstancias”. El ser humano está destinado al vaivén mítico: es medio y es fin. Es decir, somos un fin siendo medios. El individuo o, mejor dicho, lo individual se tambalea cuando comenzamos a rastrear la serie causal que ha determinado nuestras acciones. A través de los rastros, comenzaríamos a encadenar cada acto con otro hasta llegar al origen del universo, pero tal parece que ese no es el destino humano. Acaso sólo alcanzamos a sospechar, a intuir esa serie de finitudes que al final desembocan en lo infinito. La gran tragedia humana es la dicotomía divina del pensamiento mítico: tener que continuar con la obra de Dios, continuar la reencarnación a través de cada generación. Así parece que el deseo de Dios y su omnisciencia, representada a través del mito, es también el nuestro: cumplir nuestro destino hasta el fin de la historia.
La ceguera ocasional es creernos sustitutos de Dios cuando somos meros continuadores de una historia ya escrita. Así sólo podemos pensar en lo que es posible – y por ende, en lo que es imposible – respecto a condiciones muy particulares que siempre están en coherencia con el orden absoluto. Es decir, Dios permanece a través de nosotros, no es que nosotros lo sustituyamos. Apuntar a nuevas exigencias sobre la libertad y nuestra manera de desear resulta en aquella contradicción que ha inundado las conciencias desde siempre: la escisión entre cuerpo y alma. Pensemos que el orden establecido no es fortuito ni ha sido acuñado por una organización secreta de “unos cuantos”, pues aquellos poderosos que toman determinaciones trascendentales están sujetos al mismo sistema que los ha posicionado en ese lugar de poder. Incluso ellos se tornan en personajes míticos quizá inexistentes, pero presentes mediante la sospecha. Volvemos al punto de partida: el mito es verdadero en tanto es representativo. Por eso existe el peligro de pensar en una realidad fuera de la consciencia humana. El ser humano está dentro de la consciencia, no la consciencia dentro del ser humano, para retomar un postulado de Pierce. ¿Dios es aquella consciencia?
Con lo dicho hasta aquí, no es mi intención reducir al ser humano a una simple maquinaria encerrada en un mundo de trabajo; más bien pretendo explicar que acaso el ser humano sabe más de Dios que Dios de sí mismo, pues al continuar su obra vamos descifrando su esencia y su pensamiento.
Nos sobrevive hasta aquí la duda, pero en cada particularidad correspondiente a las pasiones, está presente una imagen eterna e inagotable a la cual accedemos mediante el mito, que también representa la virtud consolidada o una experiencia humana a la cual recurrimos como medio reflexivo para la acción. Es decir, aprendemos un poco sobre nuestro destino.
La memoria reversible y el tiempo sagrado
A través del recuerdo logramos reconstruir una línea temporal que resulta ser maleable dependiendo de los recursos con que contemos. Cada pensamiento se desdobla y adquiere una dimensión casi inacabable: al recuerdo siempre se le pueden agregar cosas. Toda memoria es un lienzo – un palimpsesto si se quiere – donde el inicio y el fin no están determinados por un reloj usual. Lo que ha sucedido en un periodo de años puede ser resumido en unos cuantos minutos. De la misma forma el presente se realiza por una serie de mutaciones del recuerdo, algo así como un prisma que recibe la luz del pasado para proyectarla en el futuro. Este ejercicio del pensamiento otorga una libertad abrumadora para el individuo, quien se ve sobrepasado por una necesidad histórica del recuerdo. Es probable que nuestro individuo comience a fantasear con las posibilidades que esto le ofrece: no aprender el mundo, sino imaginarlo. El recuerdo funciona como un acto de rebeldía, donde la inteligencia narrativa de nuestro sujeto se torna fundamental. No hace falta otra cosa que una cierta coherencia para que aquella memoria se constituya a sí misma como una verdad. ¿A qué realidad accedemos entonces mediante el recuerdo? Salvador Elizondo nos ofrece en Farabeuf una incesante lucha por reconocer al recuerdo como un instante poblado de fantasmas o un intento por recobrar el sentido verdadero de un acontecimiento. Farabeuf ofrece las visiones de alguien que recuerda el momento de su muerte, pero siempre desde una vigilancia externa, como si aquel instante estuviera poblado de testigos – que son la misma persona – a quienes tuviera que interrogar para adquirir nuevas pruebas, nuevas verdades. El tiempo en esta dimensión aparece enteramente líquido y adquiere la forma de cada prolongación del pensamiento.
El recuerdo en Farabeuf no es una simpleza agónica, sino que representa una muerte ritual que, a su vez, suspende el tiempo ordinario – el tiempo profano. Es decir, convive la suspensión del tiempo por medio del recuerdo y a su vez se accede a ese instante donde el rito ya estaba suspendiendo el tiempo profano. Nada más preciso para esta ocasión que el verso de Gorostiza en Muerte sin fin: “Oh inteligencia, páramo de espejos”. Pues bien, el rito restituye el tiempo mítico, aquel que es reversible y eterno. Mircea Eliade apunta:
Una diferencia esencial entre estas dos clases de Tiempo nos sorprende ante todo: el Tiempo sagrado es, por su propia naturaleza, reversible, en el sentido de que es propiamente hablando, un Tiempo mítico primordial hecho presente. Toda fiesta religiosa, todo Tiempo litúrgico, consiste en una actualización de un acontecimiento sagrado que tuvo lugar en un pasado mítico, “al comienzo”. Participar religiosamente en una fiesta implica el salir de la duración temporal “ordinaria” para reintegrar el Tiempo mítico reactualizado por la fiesta misma. El Tiempo sagrado es, por consiguiente, indefinidamente recuperable, indefinidamente repetible. Desde un cierto punto de vista, podría decirse de él que no “transcurre”, que no constituye una “duración” irreversible[3]
Existe una correspondencia entre lo que nos ofrece el ritual y el acto profundo de recordar. Es verdad que en el ritual se involucran los elementos sociales, es decir, los elementos “míticos” que procuran una suspensión verdadera del tiempo profano, pero en el recuerdo logramos acceder también a un instante reversible, donde convergen los testigos – creados por nosotros – que reencuentran de manera distinta aquella escena.
La ligereza del recuerdo se abandona mientras sumamos nuevos objetos y escenas: es en este momento donde nos abandonamos al acto de creación pura y nos ofrecemos enteramente al trabajo de hacer materia de lo inmaterial. De la misma forma que el tiempo sagrado nos da una renovación, pues nos agrega al tiempo original durante unos momentos, el trabajo de la memoria nos ofrece una igual renovación – o resignificación – del pasado. Cuánto sucede aún en el pasado, pues el presente es una constante elección de escenas de él. Pienso que sólo mediante esta operación puede existir un porvenir.
Es oportuno centrarnos en una palabra para concluir la idea del tiempo en la memoria y su relación con lo sagrado: la resignación. El término viene de la renuncia de un cargo eclesiástico, mismo que es entregado a un sucesor. Para efectos de lo cotidiano, la resignación se establece como una entrega pasiva al acontecer de los hechos. Ante todo, la psicología fácil y las sensiblerías ofrecen una visión negativa de la resignación, confrontándola regularmente con la “aceptación”. Pero observemos bien la naturaleza de esta palabra. Si tomamos en cuenta que la resignación es la renuncia de un cargo – de un peso – que conlleva una decisión consciente, pues uno reconoce que no es capaz de desempeñarlo por más tiempo, y que además supone la elección de un sucesor, de ninguna manera puede ser una actitud pasiva. En el sentido religioso – mítico, si queremos llamarlo así – de la palabra, resignarse es reasignar un puesto, un significado. La aceptación no implica siquiera el conocimiento de las causas, pues está centrada únicamente en los efectos. La resignación nos permite encontrarnos con el pasado y distribuirlo de manera distinta. Accedemos también a estos cambios del pensamiento y de la memoria por medio de la resignación, otorgando nuevos puestos a los objetos y los contenidos de aquellos recuerdos con la intención de aligerar ese instante. Pero esto no es posible sin antes haber realizado un examen exhaustivo de lo que quiere reasignarse, por ello la resingnación implica una actitud completamente activa para el pensamiento, además de que libera la potencia creadora del individuo al darle la libertad para reformar las escenas históricas de sí mismo.
Parece que la tarea del tiempo es hacer realidad lo inevitable, pero esta condición de inevitable existe en la fijeza de un espacio: en el mito que ofrece su recurrencia, donde todo lo previsible sucede. Cada vez que alguien me cuenta algún suceso particular o “extraordinario” pienso en lo siguiente: “es muy probable que existan varias novelas sobre esto, y quizá un par de películas”. Lo extraordinario no es lo que en realidad sucede, sino la capacidad de significación que esto pueda tener. Habría que escribir un diccionario mitológico que refleje las incidencias del mito en lo cotidiano, quizá podría esclarecer muchos sucesos que, en apariencia, nunca antes habían sucedido – o como dije anteriormente, que “siguen pasando en el pasado”.
Bibiliografía
Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid, 1973
Elizondo, Salvador, Farabeuf o la crónica de un instante, FCE, México, 2019
Jung, Carl, Respuesta a Job, FCE, segunda reimpresión, México, 2018
Schopenhauer, Arthur, La libertad, La nave de los locos Premiá editora, segunda edición, México, 1980
[1] Jung, Carl, Respuesta a Job, segunda reimpresión, FCE, México, p 79
[2] Schopenhauer, Arthur, La libertad, segunda edición, La nave de los locos, México, p 70
[3] Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid, 1973, p 28